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Es difícil buscar un balance entre altruismo y egoísmo, entre el tiempo que dedicamos a los demás y el que invertimos en nosotros mismos. Es fácil, sin embargo, sentirse culpable al caer en la cuenta que dedicamos más tiempo en nuestros que en los demás o, viceversa.

Pero, para los estoicos esta es una falsa oposición. Bajo el concepto de Cosmopolita («ciudadano del cosmos») los filósofos de la estoa proponen una idea sencilla y elegante que consiste en que todos los humanos vivimos interconectados e interdependientes formando una familia extensa ,y por tanto (y también por interés propio), debemos actuar en consecuencia. Cuanto más nos acercamos a la idea de nosotros, más se disuelve la dicotomía yo/otros y más se alinean nuestros intereses con los de la comunidad. Según Marco, existe una fuerza gravitacional prácticamente inquebrantable que nos predispone a formar comunidades:

«Es más fácil encontrar una cosa terrestre que se separe de la tierra que una persona desarraigada de otros seres humanos» (Marco Aurelio, Meditaciones, 9.9.3).

El término cosmopolita fue usado por primera vez por Diógenes de Sinope, que era —si me permiten—, un muchacho bastante particular. Estamos hablando del tipo de persona que uno piensa dos veces antes de presentar a los padres. Diógenes no solo decía lo que pensaba, lo demostraba. Platón lo llamaba el «Sócrates loco», pero era conocido por todos como «el perro» (derivado de kïon, kynós, de ahí el origen del término cínico), defecaba en los teatros, se masturbaba en público y orinaba a los jóvenes que le tiraban huesos y le ladraban. Se podía ver a Diógenes recorrer las calles de Atenas con una linterna, cuando alguien le preguntaba por qué llevaba un candil en plena luz de día respondía que estaba buscando a un hombre honesto (que, por supuesto, nunca aparecía). Cuando se le preguntaba de dónde venía contestaba, «soy ciudadano del cosmos». Diógenes era un filósofo profundamente idealista y fue reconocido en su época como tal (probablemente en nuestro tiempo lo veríamos como un sociópata-esquizofrénico).

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Según cuenta la leyenda, cuando Alejandro Magno visitó a Diógenes le preguntó al indigente qué podía hacer por él. Su respuesta fue: «muevete que me tapas el sol».  A Alejandro le pareció divertida la ocurrencia y replicó: «Si no fuera Alejandro, me gustaría ser Diógenes».

A lo que iba, los estoicos nos dicen que debemos vivir nuestras vidas «de acuerdo a la naturaleza», es más, que estamos «determinados por la naturaleza».

Respecto a lo primero, vivir de acuerdo a la naturaleza, para los estoicos, es ejercer el amor racional hacia todos los seres que vivimos en esta gran ciudad cósmica. Respecto a lo segundo, los seres humanos no podemos —por más que lo intentemos— esquivar el destino que se nos ha otorgado por naturaleza.

El determinismo estoico supone que solo ocurre lo que tiene que ocurrir de acuerdo a una secuencia o una reacción en cadena que determina todos los acontecimientos desde el comienzo de los tiempos hasta este preciso instante, hasta este post, hasta que termines de leer esta frase. No podemos esperar que las cosas ocurran de otra manera, las cartas están echadas.

Posiblemente quien mejor haya cristalizado la idea de aceptar las cosas como son, sin arrepentimientos y sin resentimientos (por lo menos en papel), haya sido Nietzsche cuando desarrolla el concepto de Amor Fati:

«Quiero aprender cada vez mejor, a ver lo necesario de las cosas como bello -así seré de los que vuelven bellas las cosas. ¡Amor fati: que ese sea en adelante mi amor! No quiero librar batalla a lo feo. No quiero acusar, no quiero ni siquiera acusar a los acusadores. ¡Apartar la mirada, que sea ésta mi única negación! Y, en definitiva, y en grande: ¡quiero ser, un día, uno que sólo dice sí!» (Nietzsche, Ecce Homo, Sección XX).

Pero, ¿qué sentido tiene actuar pensando en el futuro si todo está determinado?

Contrario a la creencia popular, la aceptación estoica no es sinónimo de resignación. De esta manera, si un estoico se encuentra en una relación abusiva, no se espera que la continúe, sino más bien que tome acción para terminarla. Crisipo refutó esta forma de fatalismo bajo el nombre de «argumento perezoso» (argos logos) porque intenta justificar la pereza mental y comportamental. Los eventos no están determinados para que ocurran de una forma en particular, más allá de lo que hagamos, sino en sintonía con lo que hacemos. Nuestros  pensamientos y acciones son necesarios como una parte del «entretejido de causas» que configuran el cosmos. Por tanto, cómo se den los eventos todavía depende (en parte) de nuestras acciones (Robertson, 2018).

Entonces, ¿todo está determinado, pero al mismo tiempo no? Predeciblemente, para entender esto voy a recurrir a Carl Gustav. Jung planteaba que el proceso de individuación supone llegar a ser uno mismo, al mismo tiempo que estar en sintonía con una matriz inconsciente o Totalidad (el Self junguiano). Se trata de percibirse como un nódulo diferenciado que forma parte de una red infinita. En otras palabras, los ciclos humanos son inevitables como lo es el crecimiento, el envejecimiento y la muerte, podemos atenuar o acelerar procesos de acuerdo a nuestro estilo de vida, pero los procesos ocurrirán, tal como siempre han ocurrido.  Jung hablaba de un proceso de individuación natural, el que se da por sí mismo sin intervensión externa, o asistida, cuando la psicoterapia sirve para catalizar el proceso. El propósito fundamental de la psicoterapia jungiana es la descentralización del ego. Jung entendía que el sufrimiento humano ocurre cuando estamos demasiado ensimismados en nosotros mismos (“¡¿por qué le pasa esto a la gente buena como YO?!”) y perdemos la posibilidad de vivenciar una realidad que nos trasciende (por este motivo la psicología junguiana se enmarca dentro de la psicología transpersonal).

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En 1950, en Bollingen (Suiza), Jung esculpió esta piedra basándose en frases alquímicas: «Yo soy un huérfano solitario; sin embargo, se me encuentra en todas partes. Yo soy uno, pero opuesto a mí mismo. Soy joven y viejo a la vez. No he conocido padre ni madre, porque han tenido que sacarme del mar como a un pez, o caí como una piedra blanca desde el cielo. Por bosques y montañas paseo, pero estoy oculto en lo más íntimo del alma del hombre. Soy mortal para todos, sin embargo no me afecta el ciclo de los eones».

Como vimos en el post anterior, las otras personas se encuentran dentro de las cosas que no podemos controlar, por tanto, deberíamos permanecer indiferentes ya que no contribuyen directamente a nuestra felicidad o eudaimonia. Pero, para los estoicos la virtud que poseen los demás constituye un caso especial. La bondad de los otros moviliza nuestro afecto y amistad, no porque tengamos el propósito de obtener alguna ventaja concreta, sino porque es un reflejo de nuestra propia potencialidad. Por ejemplo, Cicero (1964) se refiere a su amigo Laelius en Sobre la amistad diciendo «nada en el mundo está tan en armonía con la Naturaleza como la verdadera amistad, un profundo acuerdo en sentimientos y valores entre dos personas bajo la base de la buena voluntad y el afecto». Los estoicos son capaces de vivir sin amigos, pero prefieren no hacerlo. Es más, Séneca comenta que el sabio es aquel que gusta de tener amigos, pero sabe que no los precisa para ser feliz. Esta idea es parecida a los vínculos por necesidad (“necesito del otro para sentirme yo mismo”) y los vínculos por placer (“disfruto estando con el otro”) que propone el psicoanálisis. De alguna forma, amarse a uno mismo es amar a los demás de acuerdo con una ley de correspondencia. En concordancia con el psicoanalista español Jorge Tizón (2015), los estoicos también sostenían que la maldad («perversión») es aprendida.

Desde el punto de vista psicológico la tendencia natural se dirige hacia la hermandad, si eventos traumáticos obstaculizan esta tendencia, la búsqueda de afecto se manifestará de forma disfuncional, mediante el sadismo o masoquismo (o la ira, agregaría Séneca). Los psiquiatras y psicólogos infantiles tienen un dicho, «niño agresivo, niño agredido» (estoy seguro también es extrapolable a adultos). 

En lo que a mi respecta, cuando trabajo con ciudadanos (ni pacientes, ni clientes) puedo equivocarme, prácticas que hace unos años eran comunes en psicoterapia ahora se consideran iatrogénicas, ideas que antes que dábamos por sentado, nos parecen ahora retrogradas y de mal gusto. Con el diario de ayer es fácil encontrar horrores, sin embargo, creo que es posible reducir ese margen ampliando el círculo de compasión o, como bien sentenció Bertrand Russell, «el amor es sabio, el odio es tonto» (o contra natura). 

Por supuesto, siempre existe la posibilidad de ir en contra de nosotros mismos. En cuyo caso, el viejo Epicteto (1995) —sospecho con cierta ironía— nos regala un concejo, entre espiritual y mercantilista:

«Considera a qué precio vendes tu integridad, pero por el amor a Dios, no la vendas barata» (Epicteto, Discursos, 1.2.33).

Bibliografía

Aurelio, M. (2018). Meditaciones. Editorial Verbum.

Epictetus (1995). The discourses of Epictetus. JM Dent.

Robertson, D. (2018). Stoicism and the Art of Happiness: Practical wisdom for everyday life: embrace perseverance, strength and happiness with stoic philosophy. Hachette UK.

Nietzsche, F. W. (2004). Ecce Homo: How One Becomes what One is; The Antichrist: a Curse on Christianity. Algora Publishing.

Tizón, J. L. (2015). Psicopatología del poder: Un ensayo sobre la perversión y la corrupción. Herder Editorial.

Seneca, S. (2016). Letters from a Stoic. Xist Publishing

Séneca, L. A. (1995). Epístolas morales a Lucilo (libros I-IX). Planeta DeAgostini,.