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Hablar de inmigración es hablar de desarraigo. Un par de meses antes de venir a España leí Walden de David Thoreau (1945). En ese clásico interminable, Thoreau hace una pregunta fundamental que desde entonces sobrevuela mi cabeza:

«¿Qué clase de espacio es el que separa a un hombre de sus semejantes y le hace solitario?»

A veces me pregunto cómo se mide la soledad o el desarraigo. ¿A partir de qué distancia podemos decir que alguien está solo? ¿Se mide en centímetros, metros, kilómetros? ¿En días, meses, años? ¿En kilobytes, megabytes, gigabytes?. Es difícil precisar, porque más allá de las motivaciones económicas, políticas y sociales que llevan a una persona a emigrar, la inmigración es un fenómeno psicológico complejo (Czubinska, 2017) repleto de paradojas.

Es posible sentirse desarraigado viviendo como un inmigrante que nunca emigró. Uno puede alejarse de lo viejo sin llegar nunca a lo nuevo. También es posible que partes de uno mismo queden perdidas en tránsito. La migración –física y/o mental–, supone un problema de identidad. Quiero decir, habitan en mí dos personas distintas, el de antes de emigrar y el de ahora, el que vivía en Uruguay y el que vive en España.

En este post explicaré porqué entiendo que vivir (satisfactoriamente) en un país o región extranjera supone llegar a un entendimiento con ambas identidades.

Antes de continuar, para evitar cualquier tipo de confusión terminológica, dejo aquí un tweet de Pérez-Reverte donde explica a todas luces la diferencia entre migración, inmigrante y emigrante:

Más allá del cliché

Una semana antes de mi partida, mi tía abuela, Selva Casal —en aquel entonces de ochenta y nueve añitos— me escribió en una hoja de cuaderno Papiros el siguiente poema:

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«No te has de ir» y «para viajar hay que olvidarlo todo» son dos afirmaciones contradictorias e igualmente válidas. Para Donald Winnicott –a diferencia de muchos psicoanalistas– la salud mental no es solo la ausencia de enfermedad, para él existía una diferencia sustancial entre estar vivo y sentirse vivo, entre un yo real y un yo falso. Winnicott se pregunta:

«¿Dónde estamos (si es que estamos en absoluto)? ¿Dónde estamos cuando hacemos aquello que hacemos la mayor parte del tiempo, estamos disfrutando de nosotros mismos?»

Según Winnicott, la salud mental es sinónimo de «sentirse en casa», donde sea que uno esté (agrego yo). A la inversa, la enfermedad mental –y la dificultad de integración al contexto– supone vivir en un limbo, en un espacio intermedio que no es ni una cosa ni la otra.

Se puede aprender una cultura distinta de forma vicaria, pero no es posible integrar sus nuances sin estar viviendo dentro de esa cultura. Por esta razón, el cliché imperativo de «no te olvides de tus raíces» –que más que un consejo, olfateo un «no te olvides de mí»– me resulta en parte injusto, porque es fundamental desatender la mochila cultural previa para adaptarse a la nueva situación. El problema en todo caso es, cómo establecer una continuidad de aquellas partes –forzosamente– escindidas entre el yo pre y post migración.

Más allá de la subjetividad de los pasaportes, la identidad (el yo) es por naturaleza contradictoria. Así lo resume Grazyna Czubinska:

«por un lado, supone una continuidad, la esencia de la persona, y por el otro, incluye procesos que están basados en una interacción constante entre lo externo y lo interno. Podemos concluir que la identidad es producto de un ambiente inestable en constante cambio» (Czubinska, 2017, p. 164).

Y continúa:

«La integración temporal permite establecer una continuidad en el tiempo, integrar diferentes representaciones del yo al darle un sentido de mismidad. La integración social viene de la mano con establecer un sentido de pertenencia» (Czubinska, 2017, p. 166).

La adaptación a un nuevo ambiente, supone entonces, la capacidad de trasladarse de una cultura a otra sin perder ninguna de las dos. Es posible tener raíces en dos o más sitios, pero para eso, la capacidad de soltar lo viejo para vivir la realidad cotidiana presente representa una condición sine qua non.

Lingüística

Cada territorio tiene un lenguaje o un dialecto distintivo, una melodía que no puede ser fácilmente replicada ni adquirida. Grinberg y Grinberg comentan este fenómeno:

«Creémos que los inmigrantes en general tiene mayor dificultad que los niños para identificarse con el ambiente y absorber el lenguaje. Cuando intentan aprenderlo, los adultos tienden a adquirir vocabulario y gramática de una forma racional; pero no el acento, la entonación y el ritmo. Eso es, la música del idioma, tal como hace un niño» (Grinberg y Grinberg, 1989, p. 109)

La brecha en la integración se agrava, por supuesto, cuando el inmigrante no maneja con fluidez el idioma del nuevo país o región. Incluso viviendo en un territorio donde se habla la misma lengua, las diferencias pueden ser de todas formas sustanciales. En mi caso, he aprendido “mazo” y “mogollón” de palabras que desconocía (algunas en euskera), pero mi acento permanece inmutable. Teniendo en cuenta que vine a España cuando tenía treinta y dos años, mi suerte lingüística está en gran medida echada. El acento montevideano –que arrastro como un bolsa de papas (y patatas, también)– es precisamente el componente más distintivo de mi ideolecto. Para mi gusto, esa “excentricidad” es uno de los factores que me permite darle continuidad a mi identidad y –contra todo pronóstico– lo considero un facilitador para la integración a mi nuevo entorno inmediato.

Egocídio

Comenzar una nueva vida conlleva sacrificios. Una parte de nosotros, de nuestro ego, tiene que morir para dar lugar a una nueva. Este proceso es siempre doloroso porque partes arraigadas a nuestra identidad se pierden. En mi caso quise cortar de raíz con la idea de éxito laboral como sinónimo de llenar mi agenda de pacientes, buscaba algo más, tenía que haber algo más, de alguna forma necesitaba sentirme vivo. Emigrar físicamente me ha ayudado en este proceso, pero no creo que sea la única forma de hacer esta mudanza. Cambiar de posición requiere coraje, tiempo de incubación, paciencia y tener claro que no es posible hacer un baipás del sufrimiento, natura non facit saltus.

Vivir como extranjero exacerba nuestros sentidos, funciones que no sabíamos que teníamos se comienzan a desplegar sobre la marcha. Hay mucho de intuición en este proceso, en quién confiar, dónde vivir y qué riesgos estamos dispuestos a correr, son preguntas que no pueden responderse exclusivamente en un nivel racional (más aún, para un recién llegado que no conoce la enorme mayoría de las piezas del puzzle). El peregrino vive y sobrevive por medio de intuiciones y sincronicidades.

Cuando tuve claro que quería emigrar de Uruguay empecé a postularme a distintas becas y universidades, pero me costaba imaginarme dónde me sentiría más cómodo. Tenía que elegir dónde vivir entre ciudades que nunca había visitado, o que había pasado por ellas raudamente, como el más incauto de los turistas. En ese período soñé con una araña muy similar a las que había visto en La guerra de los mundos y Enemy. Días más tarde, me surgió la oportunidad de venir a Bilbao (donde sea que quedara eso). Cuando empecé a ver fotos de la ciudad en Google Imágenes, reconocí de inmediato la araña con la que había soñado y tuve claro que esta era la ciudad. Actualmente vivo a seiscientos metros del majestuoso arácnido.

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Maman de Louise Bourgeois (1999). La escultura pesa veintidós toneladas y mide diez metros de altura. Pese a su apariencia temible, esta araña es un cálido tributo a la madre de Bourgeois, que se dedicaba a tejer tapices y falleció cuando ella tenía veintiún años. La obra alude a la fortaleza de su progenitora haciendo referencia a actividades como hilar, tejer, alimentar y proteger.

Psicoterapia

Hay más bien poco escrito respecto a la psicología de la inmigración, aún así, las preguntas que se hacen distintos autores son en esencia: qué efectos tiene el cambio migratorio en nuestros pacientes y qué tipo de defensas usan para para mantener el equilibrio psíquico cuando se enfrentan a la pérdida de lo familiar.

El impacto de la inmigración puede abrir heridas pasadas e inseguridades, por este motivo, no quisiera terminar esta entrada sin comentar brevemente tres fenómenos psicológicos asociados con la inmigración que aún no he mencionado:

Uno, existe una primera etapa de comparación con el país de origen, esta comparación es lingüística («¿cómo se dice allá y como se dice acá?»), de costumbres, valores, geográfica y de comodidades propias de cada ciudad. Este proceso representa el primer contrapunto respecto a la idealización inicial del nuevo país. También es frecuente llegar a un país o región extranjera con la mochila –inconsciente– del “nosotros y ellos” o “ellos y yo”. Esta visión polarizada, con el correr del tiempo y en el mejor de los casos, se va desarticulando –o “olvidando”– durante el proceso de inmersión cultural. Este mecanismo de proyección masiva forma parte de cómo cada cultura se ve a sí misma, y a las demás, por contraste. Descartando la posibilidad que nuestro paciente esté siendo excluido por pertenecer a alguna raza o etnia segregada por el nuevo país o región, cuando la persona no logra sentirse parte de la cultura en la que vive, esta forma de pensamiento individual puede derivar en autoexclusión o funcionamiento de gueto. Por este motivo es importante que pueda diferenciar entre el imaginario social y las personas particulares que configuran su realidad inmediata.

Dos, hipersensibilidad. Al tener el recién llegado un grupo más reducido de personas cercanas, cada acercamiento y desencuentro cobra una escala que sería impensable en su país o región de origen. El saltar de un grupo humano a otro permite regular los afectos al repartir la emotividad en varias personas, cuando esto no es posible, es más probable que las relaciones nuevas cobren una intensidad desproporcionada. Mientras el inmigrante comienza a ampliar su circulo de personas significativas dentro del nuevo territorio, es conveniente que pueda hacerse tiempo para estar solo y digerir por sí mismo sus emociones antes de ser volcadas a los demás.

Tres, vivir en otro país puede no ser un problema en absoluto para nuestros pacientes. En caso que así sea, la tarea del psicólogo o consejero, deberá ser establecer una conexión que permita revisitar el pasado con el propósito de restablecer un puente con la realidad actual. Se trata de un reculer pour mieux sauter o una ida hacia el pasado para tomar impulso, con la intencionalidad de robustecer el fluido punto intermedio donde se encuentra la identidad personal e interpersonal.

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Lic. Diego Durán. Psicólogo Clínico.

Bibliografía

Caldwell, L., & Joyce, A. (2014). Essentially Winnicott: creating psychic health. British Journal of Psychotherapy, 30(1), 18-32.

Czubinska, G. (2017). Migration as an Unconscious Search for Identity: Some Reflections on Language, Difference and Belonging. British Journal of Psychotherapy, 33(2), 159-176.

Grinberg, L., & Grinberg, R. (1989). Psychoanalytic perspectives on migration and exile. Yale University Press.

Thoreau, H. D., & Gambolini, G. (1945). Walden o la vida en los bosques. Emecé Editores

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